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"Rebozos y armas"

por Alejandra Pérez Cruz (Nexcoyotl)


Francisca Tapia ya no tenía lágrimas, se la había pasado llorando los últimos meses por los hombres de su vida; primero su padre que se cayó de un caballo, después su esposo por irse a la bola y ahora su hijo por desnutrición, la criatura no sobrevivió a sus primeros años de vida y ella pensaba era mejor así, el niño no pudo venir en peor momento, sin padre que lo educará o le enseñará a trabajar el campo y en plena guerrilla de revolucionarios.

Ya no le servía lamentarse, ya se había cansado de eso, necesitaba sobrevivir si quería ver nuevamente a su viejo, que a estas alturas se preguntaba si él seguiría vivo o mínimo pensaría en ella. Pasó a la capillita del pueblo a rezarle al Cristo de madera ahí crucificado, le pidió protección y la fuerza para lo siguiente que haría. Agarro un par de cazuelas de barro, los pocos centavos que tenía guardados, algo de maíz, un cuchillo y su rebozo gris, pues igual iba a andar en la tierra, así que de cualquier otro color le parecía se enmugraría de inmediato.

No le fue difícil irse del pueblito de Sihuapil, ¿quién podría detenerla? Ya a nadie le importaba, desde niña perdió a su mamacita y su hermano se había ido a otro pueblo, así que ya no le quedaba nada ni nadie. Con su nueva libertad y su equipaje se dispuso seguirle los pasos a la bola, era la única pista que tenía de su marido y por algo debía comenzar. Emprendiendo su viaje no tardó en dar con algunos otros que también se sumaban a la guerrilla, muchos hombres de manta, otros con su traje de charros y otros hasta sin camisa, a pie, en caballo, todos seguidos por mujeres como ella, soldaderas listas para cocinar o calentar a los hombres antes y después de las batallas en los campamentos improvisados. Solo que ella no quería servir a otro hombre, su único propósito sería avanzar lo más posible e intentar preguntar por su esposo e igual, si podía ayudar a la causa, se sentiría bien con eso.

Entre el pequeño grupo andaba un hombre al que le decían el capitán Lorenzo Aguirre, alto, a caballo negro y de bigote. Era muy amable con su gente, ahí Francisca se enteró de que ellos eran maderistas y que también había villistas y carrancistas, todos en distintos puntos del país, unos al norte, otros al sur y al este, todos regados por los pueblos y la sierra con la esperanza de liberar al pueblo mexicano.

Avanzaron por unos días, donde Francisca se sintió cómoda entre otras mujeres que también habían sufrido pérdidas, pero se consolaban unas a otras y la Revolución no les dejaba tiempo para llorar. Se escuchó una tarde la historia de Dolores Corral, la más vieja del grupo y la que más hombres había curado, una mujer conocedora de las hierbas que nunca se casó, pero sabía todo del amor. También conoció a Luz de Mendoza, una niña de unos 15 años, tan bonita como fiera, era la protegida del capitán y solía irse de armas con ellos en lugar de andar con las otras mujeres.

Una noche se le acercó Juan Librado, un hombre mediano y bajito, se intentó portar muy cariñoso, pero ella lo rechazó, lo cual él no se tomó muy bien y lo siguiente fue el forcejeo, él golpeándola a ella mientras aplicaba la fuerza bruta y obtenía lo que vino a buscar. Cuando Juan Librado se acomodaba los calzones y Francisca Tapia recogía su rebozo gris sintiéndose tan vulnerable, tan frágil, tan pequeña, sus ojos se humedecieron, pero ella no permitió que las lágrimas se asomaran, esto se lo pasaría a valor mexicano, se había prometido no volver a llorar por ningún hombre y así lo haría.

Ni tarde ni perezosa al día siguiente le pidió a Luz de Mendoza que le enseñara a disparar un arma, a usar los cuchillos para apuñalar, pues Francisca Tapia solo sabía usarlos para la cocina y tal vez para matar animales, pero jamás se le pasó por la cabeza usarlos para defenderse de los de su raza. Dolores Corral le aconsejo que se callara y se aguantara, pues al cabo eran mujeres y estar entre la bola eso significaba, pero Francisca no se iba a conformar, Dolores al verla tan resuelta le dio un té que disque servía para no engendrar criaturas y también le dio otro consejo.

Unos días después, mientras cruzaban un pequeño río y unos se refrescaban y daban de tomar a los caballos, Francisca Tapia fue hacía su agresor, le hizo la finta del coqueteo para llevarlo lejos del campamento y una vez que lo tuvo cerca le clavó el cuchillo en la panza, una, dos, tres, todas las veces que su alma necesito descargarse el coraje y el dolor. Limpió la sangre, le quito las armas, la ropa y movió lo más que pudo el cuerpo hacía unos arbustos para ocultarlo.

Ya no saldría con esa tropa, ahora andaría por su cuenta, pero ya no como Francisca Tapia, había descubierto que está era guerra de hombres y si quería sobrevivir a ella, debía ser uno. Así que ahora “Pancho” se iría por el monte, como pudo se macheteó el cabello, ajustó su pecho con su rebozo gris y se vistió con las ropas menos manchadas del que mató. Una vez más se hallaba sola y por su cuenta, pero ahora se sentía tan fuerte, tan valiente, muy diferente a la mujer que salió del pueblito de Sihuapil.

Como acto de piedad decidió dar santa sepultura al cadáver de Juan Librado, unos hombres que pasaban cerca le vieron y le ayudaron, después de cavar un hoyo, ponerle una cruz improvisada con dos ramitas y decir una plegaria se retiraron, los hombres le invitaron a beber con ellos y así fue como el recién nombrado Pancho Tapia pasó su primera noche.

Una vez que se fue por su cuenta y sola, se le ocurrió ir a una cantina, no estaba segura sí aun habría mezcal o tequila en algún lugar, pero ella tenía ganas de brindar. Ya no le importaba si encontraba o no a su viejo, sabía que había hombres buenos como el capitán Aguirre y hombres malos como Juan Librado. Llegando al pueblo más cercano se hizo de amistades con un par de mujeres que en primera instancia le habían ofrecido cariño, pero ella al explicarles su situación se habían unido a su causa de andar libres y armadas sin dependencia de los hombres. Así que astutas como solo ellas, engañaron a un par de rancheros que se creían muy gallitos, les robaron las armas y los caballos, y se fueron las tres a buscar a la bola. La Revolución apenas estaba iniciando.

En unos meses ya se habían recorrido media República, entre esos viajes, Pancho Tapia y su ejército se encontraron a la comitiva del capitán Aguirre, pero ya no era de Lorenzo, ahora Luz de Mendoza estaba a cargo, pues el capitán se había quedado en la última batalla. Muchos no la siguieron por ser ella tan joven y mujer, sin embargo, los más leales y los que habían compartido armas con ella no dudaron en servir a la causa tras la nueva capitana. Pancho Tapia se sintió feliz de ver a Luz y a Dolores, que no la reconocieron al inicio, pero después de verse bien de frente decidieron unir fuerzas, después de todo, por lo que luchaban era más grande que todos ellos.

Pancho Tapia cabalgaba sobre su fiel amigo azabache cuando se escucharon los cañones y todos sintieron la tierra temblar. La capitana Luz de Mendoza dio la orden de inmediato y ya estaban en formación todos sus hombres para lo que se venía. “Pues que chinguen a su madre los cabrones” era el grito en la batalla, llovían balas, la tierra hacía humareda por donde quiera, los caballos corrían sin control al igual que sus jinetes. Los generales y la capitana se aventaban junto a sus hombres y soldaderas en contra de los pelones, ese ejército no hacía distinción de quien atacaba o a quién mataba, como la mismísima muerte que se paseaba entre todos los soldados, sin embargo, la Parka ya tenía puesto el ojo en una persona, basto una bala para que el cuerpo se desplomara mientras el gris se tenía de rojo bajo el uniforme de revolucionario.

“Señores, la guerra ha terminado, vayan a sus casas, tomen tierras y a sus mujeres y hagan hijos para trabajar sus tierras y repoblar la patria” fue el decreto final después de todos los años de batallas. Muchos años después se estudiaría este movimiento en los libros, se harían corridos, películas, incluso harían festivales en las escuelas donde se venderían antojitos mexicanos y aguas frescas de sabores, pero la gente no sabría de verdad lo que se vivió en esa época, sin embargo, eso ya no le importaba a Francisca Tapia, quien ahora paseaba con su cabello sujeto en dos largas trenzas y vestida con su rebozo gris siguiendo a la Huesuda rumbo a la siguiente vida.





 

Alejandra Pérez Cruz nació en Aguascalientes, México. Estudió la Licenciatura en Letras hispánicas en la universidad autónoma de su ciudad, es activista LGBT+ en el grupo CUIR UAA.

Ha impartido talleres de creación literaria y de teatro, así como diversas clases y conferencias en instituciones de su estado.

Ha participado en eventos de Latinoamérica con lecturas a la distancia en medios digitales. Tiene textos publicados en antologías y diversas revistas de México y un par de Argentina.


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