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"Altamira"

por Heidi Cassio


Hace días que la casa se siente extraña, es cuando ella más ha pensado en sus abuelos. El miedo agitado alrededor de la escasa figura de Diana, posada en cuclillas sobre el piso de aquel cuartucho, la lleva a imaginar a doña Luz cortando jobitos en el patio, y espantando a las culebrillas que se brincan del terreno trasero. A don Ramón no le gusta recordarlo.

—¿Por qué no me llevas, abuela? Ya me habías dicho que sí. No quiero quedarme con mi mamá, llévame contigo.

—Ándale, viejo, vamos a llevarla. ¿Pos qué te hace esta criatura pa que no la quieras?

—No me dejen, abuelo, llévenme con ustedes a Torreón.

—¡No podemos cargarla, entienda! No hay pa su pasaje; vamos a que me curen la pata que me está acabando la azúcar, no a jolgorio, muchacha. Ya métase a la casa que se nos va el camión. Y usté, vieja acomedida, ¡caminele!

Apenas comienza a clarear y el calor agobiante ya invade la ciudad de Altamira, Tamaulipas. Tierra huasteca que alberga al río Tamesí, la Laguna de Champayán, y delinea exquisitamente al Golfo de México con su tranquila Playa Tesoro. Por las avivadas calles, los pobladores caminan a paso rápido, luchando contra el tiempo y el sol para llegar a su destino. Las damas de hogar andan por el mercado Las Capullanas, entre los puestos multicolores de frutas, pescado y olorosas flores. A esta hora luce despejada la plaza principal; uno que otro devoto procura pasar por allí, a persignarse y encomendarse a María Santísima frente a la iglesia de Nuestra Señora de Caldas. Brillosas de sudor y maquillaje, las muchachas corren hasta alcanzar la combi que llevará unas al centro, y a otras a las diferentes escuelas de la ciudad. Van bromeando y sonríen titubeantes; burlan un poco el miedo al ver pasar una camioneta de vidrios oscuros que avanza despacio. Un ligero hedor a plomo y muerte deja tras su paso por las calles.

—¡Diana, metete, huerca! Sabes que no quiero que te pares en la puerta y ahí estás como pendeja—obnubilada, con la cara enrojecida y la boca cuarteada de resequedad, grita furiosa Paula, la flaca, recargada en la pared del pasillo y apenas cubierta con un baby doll que delata su pobre anatomía.

—¿Hoy tampoco iré a la escuela? Llévame, mamá, no quiero estar aquí en la casa.

—Ya te dije que no te puedo llevar. No puedo andar entrando y saliendo a cada rato, menos contigo. Ya no me estés chingando, huerca.

—Mejor me hubiera ido con mis abuelos a Torreón.

—¿No entiendes que me siento mal? ¡Deja de decir lo mismo mil veces! Tus abuelos ya se fueron. Ahora lárgate al cuarto y no salgas para nada que me revienta la cabeza, mocosa insoportable.

Resignada, Diana regresa a la pieza hedionda. Sabe que ahí pasará todo el día sola y sin comer, con la frustración de no poder estar con el buen ángel que cuida de ella. En ese lugar opaco las horas suceden en la zozobra, hasta que un portazo antecede el arranque de un vehículo afuera de la casa. Entonces la vulnerabilidad se acrecienta. Las lágrimas de Diana rebasan sus ojos, ahogan los recuerdos de los tibios días con su abuela, y se hunde en la implacable soledad que se vela con el atardecer.

—Paula, ya es mucho, ¿dónde andas?

—¿Le está llamando a esa cabrona? ¿Y ahora dónde amaneció? Un día de estos ya no la va a hallar; se la van a colgar de un puente, o se la van a echar a la laguna pa que se la traguen los lagartos, y todo va a ser su culpa, ¡vieja alcahueta!

—Te va a oír Diana, viejo. Sea lo que sea, es su mamá, ¿pa qué la afliges? ¡Ella qué sabe!

—¿Y yo qué, vieja pendeja? Desde que usté parió a esa muchacha son puras desilusiones, puros tragos amargos, y ahora hasta cargar a esta huerca. Óigame, mujer, esa chamaca suya ya está muerta, ¡pa mí y también pa usté! Nomás es cosa de tiempo.

El sofocante calor altamireño obliga a los vecinos de la calle Mangos a salir de sus casas de adobe, láminas, hoja de palma y vigas. Ataviadas en ligeras prendas, las mujeres se posan sobre las banquetas y el suelo arenoso. Buscan la frescura de los árboles frutales, abundantes en la zona, para mitigar la ferocidad del clima con olor a brisa del golfo. Ocupan, además, la primera fila de un espectáculo que les ofrece morbo y una profunda inquietud.

—¡Ni lo mandé Dios, doña Nico! Usté ni voltee, cuando mire que llegue, mejor enciérrese y ya no salga.

—Pos lo malo es que vivo a un lado de con doña Luz, Martina ¡Viera usté qué miedo me da! Le digo que la mentada flaca ya le arrimó tamaño problema a los pobres viejos. Llegando de Torreón se va a morir de coraje el pobre de don Ramón; tan malo que está del azúcar. Cuando se hace de noche, ni dormir podemos, Martina. En ratos llegan unos y se van otros, y nosotros nomás nos quedamos a piense y piense. Tenemos miedo de que algo pase.

Unos rayos del sol que va marcando la mañana cruzan la ventana del cuarto de Diana. La calidez de los fulgores despierta a la chiquilla que se había quedado dormida medio acostada sobre la cama. Azorada, se endereza de prisa para asomarse por la rendija que deja la puerta de la habitación. La somnolencia no le impidió escuchar a su mamá llegar cuando la madrugada tiznaba la casa. La oyó andar por el pasillo, murmurar en la oscuridad, como un rufián agazapado que oculta su acto inmoral; organizando planes perversos, entre sueños, hasta esfumarse cuando despuntó el día. La rendija le descubre una calma retenida casi obligadamente vagando por toda la casa. Mira a las plantas de las macetas que están en el pasillo mecerse con el aire caliente que entra de afuera, al tiempo que un sonido parco y siniestro le estremece las piernas haciéndole doblar las rodillas, tocar el piso con sus mejillas mojadas. Por favor, que seas tú, mamá…

El inminente crepúsculo que se trasluce en el cielo anuncia el final del día. Los últimos rayos señalan el camino de una camioneta GMC que se aparca frente al hogar de doña Luz. Paula desciende del coche. Camina rumbo a la casa seguida por las miradas de los vecinos que con valor titánico buscan obtener información de la flaca y sus acompañantes.

—¡Mamá, llegaste!

—Sí, ya llegué, no grites, ten, te traje una torta. Vengo con mis amigos, no te vayas a salir, ¡si lo haces te chingo!

—Ya es de noche, mamá, no quiero estar sola, me da mucho miedo lo que se oye.

—¿Qué chingados dices? ¡No se oye nada! No digas babosadas. Sueñas con la muerte, mocosa, eso es, mira, ¡si no dejas de decir tarugadas va a venir la muerte y te va a comer la lengua por habladora! Ya cenate la torta, más al rato vengo a verte. La pesadez de su cuerpo paraliza por momentos las piernas de Paula. Trastabillando llega a la puerta de la habitación y ahí se detiene pensativa, extraviada en pedazos de sentimientos. Antes de salir, le ofrece a Diana una mirada; con su semblante de animal febril le sonríe, aliviando por un segundo el desamparo de las dos criaturas que nunca aprendieron a estar solas. Paula voltea ansiosa y sale del cuarto rumbo a la cocina; allá la están esperando.



«!Euforia y voces, ceniza blanca adereza la mesa de los escarnecedores! Aquí está la muerte…la blanca. Se oye gemir escondida entre las paredes; muros que sollozan y se lamentan… así es la muerte que aquí habita, Paula lo sabe, también la oye en el eco que oculta la casa».



Segundos muy largos consienten la reciente madrugada, la ensordecen de incertidumbre. El miedo agitado alrededor de la escasa figura de Diana, posada en cuclillas sobre el piso, la fuerza a salir de aquel cuartucho. Camina por el pasillo avanzando lento. Mueve su mirada al cuarto de al lado y se para frente a la puerta; su mano flaca la empuja al mismo tiempo que trata de impedir que el corazón rompa su pecho para poder escapar. Cada centímetro que se abre revela por fin el misterio que guardan esas paredes quejumbrosas. Es ella, la muerte, ahora la ve de frente y es repulsiva. Huele a excremento y llora dolorida. Diana entra despacio y mira sin parpadear; su atención se concentra en ese bulto tirado en el piso, maloliente y salpicado de sangre. Tiene aspecto humano, pero su rostro es irreconocible. Solo es carne viva sin forma. El ente amorfo sabe que alguien está con él y suelta un alarido de miedo que hace a Diana retroceder hacia la puerta; al girar, se topa con una silueta que no le permite avanzar más, derribandola de espaldas para luego levantarla de los cabellos.

—Hey, flaca, mira lo que encontré— habla un hombre desde el pasillo.

—Es mi hija, güero, ya se va al cuarto, déjala que se vaya—le suplica Paula, mientras lucha con el nudo que se forma en su garganta y el escalofrío que provoca que los orines corran entre sus piernas.

—Así no funciona esto, flaca. En este jale no hay niños. Los niños se van al cielo. Si el mocho se entera que tu huerca está aquí y que vio todo este desmadre, me quiebra, ¡mejor que se la cargue a tu hija de puta!

Diana apenas toca el piso con la punta de sus pies descalzos. Su cuerpo pende de los cabellos enredados en los dedos del hombre, ahí, frente a la mirada helada de su mamá.

—¡Suéltala, güey, o te parto la madre, pendejo!

—¡Deja esa pinche pistola, pendeja! Mira nomás lo que hiciste ¡Ya te cargó tu puta madre, Paula, y a tu pinche chamaca!

Diana se queda sin aliento, sin voz. A sus ojos vienen las grotescas imágenes disueltas como tinta en agua. En el interludio, una ráfaga de luces y proyectiles atraviesan las ventanas y la puerta principal reventando el lugar que se había suspendido en el tiempo. Paula y Diana cruzan sus miradas. Después todo es confusión.


Nomás hay dos cuerpos, patrón, un hombre y una mujer, los demás se alcanzaron a pelar.

—¡Carguenselos! Hay que colgarles un recadito en el pinche puente a estos hijos de su puta madre.

—Este es un rehen, no es el vato que nos levantaron ayer, y ya se está muriendo, ya no puede hablar, patrón.

—¡Patrón, venga! Hay una niña en el patio.

—Déjensela a los guachos que ya vienen en chinga pa acá; yo no mato niños…



Las ciudades de la guerra. Los campos de la amapola se riegan con sangre inocente, sangre que clama por justicia al cielo desde la tierra.


—Abuela, no llores. Mira que buenos están los jobitos. Ven, vamos a cortarlos.


A las mujeres víctimas de la guerra de Felipe Calderón.



 


Heidi Cassio nació en Torreón, Coahuila el 10 de septiembre de 1979. Cursó la carrera de Terapia Física y Rehabilitación en el Instituto Dr. Carlos Coqui. También estudió creación literaria en el Centro de Estudios Literarios (CESLI) bajo la dirección del prestigiado escritor y maestro, Gerardo de Jesús Monroy. A su vez, llevó a cabo estudios literarios en diferentes talleres y cursos impartidos por reconocidos escritores laguneros y del país, todo esto en su natal Comarca Lagunera.


Actualmente se desempeña como promotora cultural y escritora. Su obra está publicada en distintas revistas literarias y en el libro colectivo Narrar Abajos.


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