por Thania Zepol
“no me importa lo que digan
de mi delirio de amor
en ti yo pienso mi vida
con ardorosa pasión
porque tú eres la elegida
de mi amante corazón”
Delirio de Amor
chilena oaxaqueña
–¿Ónde andabas tú, chamaca?
–Ahí en la playa, buscando conchitas, ¿verdá, Rosita? –contestó Juvenal por la niña.
–¿Ónde andabas, pues? –dijo otra vez la madre.
Rosa deformó la cara infantil en un puchero. Intentó inútilmente tragarse el llanto. Le cruzaron las mejillas los dos primeros lagrimones.
–¿Qué traes, pues? ¿Ónde fuistes a meterte?
La madre la tomó por los hombros y la sacudió un par de veces.
–Estaba en la playa, pues, Chabela. Te lo estoy diciendo yo, nomás –dijo Juvenal.
–Y ¿por qué chilla, pues, tío Juve? ¿Ónde está tu hermana?
La madre sacudió a la niña otra vez.
–¿Ónde está Icaria? ¿Ónde está tu hermana?
Las lágrimas de Rosa corrían por sus mejillas como respuestas líquidas.
–¿Qué hacías en la playa, pues?
–Estaba viendo el mar –dijo Juvenal.– Como todos los que andan en la playa.
–¿Y qué tenías tú que verle al mar? ¿Y la Icaria?
–Es bonito el mar si te lo quedas mirando ¿verdá, Rosita? –dijo Juvenal.– Hay que tomarse su tiempo. Yo ora que tengo tiempo, me lo quedo mirando al mar todos los días.
–Tío Juve, usté porque vive allá, pero esta chamaca ¿qué hacía en la playa?
–Ya te lo dije, Chabela. Andaba buscando conchitas, mirando el mar, como cualquier chamaca, pues. Yo la vi y te la encaminé acá para tu casa.
–Te desaparecistes todo el día. ¡Todo el día que no parece, que no tengo razón de ella, tío Juve! ¡Ni de la Icaria!
Rosa dejó escapar un suspiro. Intentó tragarse otra vez con resultados inútiles las lágrimas. Se pasó con fuerza el dorso de la mano por la nariz.
–Y sigues chillando, nomás, Rosa. ¡Dime qué pasó, pues! ¡por la virgen de Juquila!
La madre la tomó por un brazo. Rosa hundió la cara en su propio pecho e intentó zafarse, huir hacia la casa.
–Déjala a la chamaca, que se vaya un rato a acabar de desogar al cuarto –dijo Juvenal.
–Nomás que me dé una razón de su hermana –dijo la madre– y de su chilladera.
–Déjala, nomás –dijo Juvenal y la tomó de la mano que asía a la niña.
En cuanto Rosa se sintió libre, escapó. Corrió la tela que separaba el cuarto grande de aquel minúsculo que era su habitación y se echó a llorar en una de las dos camitas que parecían una cama regular, de tan cerca que estaban las patas y los colchones.
–¿Qué pasó, pues, tío Juve? –dijo la madre, con la vista fija en las flores rojas y apolilladas de la cortina, desde donde llegaban nítidos los sollozos de Rosa.
–¿No tienes un mezcal pa’ que te tomes? –dijo Juvenal y buscó con la vista en el estante del aceite y las especias. Debajo estaba la mesa cubierta con un mantel plástico estampado con sandías verdes, sobre el que había cebollas picadas, una con el cuchillo clavado por la mitad.
–Yo no tomo mezcal, tío Juve.
–¿No tienes uno pa’ que me tome yo, entonces?
Isabel se limpió las manos en el delantal, a la altura del vientre. Primero las palmas, luego el dorso, las palmas otra vez. Fue hasta la estufa, abrió la puerta del horno, sacó una bolsa de mandado. Dentro había varias bolsas de plástico y en medio de todo ese plástico, una botella de vidrio.
–Es el mezcal de Nacho –dijo– Es para que los chamacos no lo encuentren.
Sirvió una medida en un vaso de vidrio y lo puso sobre la mesa, frente a Juvenal, que ya había tomado asiento, el sombrero de palma encajado en la rodilla derecha.
–Gracias –dijo Juvenal asiendo el vaso con toda la mano.– Siéntate, pues, Chabela.
Isabel arrastró las patas de una silla y se sentó en el borde del asiento. Los sollozos de Rosa se habían calmado, pero todavía se escuchaban.
–¿Qué pasó, pues, tío Juve? –dijo Chabela raspando con la uña uno de los miles de cuadraditos rojos y blancos del estampado del mantel.
Juvenal le dio un trago al mezcal. Se limpió con el antebrazo el bigote ralo. Movió el pie hacia delante. El plástico de las sandalias hizo un ruido seco al frotarse con las losas de barro.
–¿Qué iba a pasar, Chabela? –dijo con la vista alta.– Lo que tenía que pasar. Lo que pasa siempre. La Icaria ya no es una chamaca.
La mano de Isabel se abrió sobre la mesa. Sus uñas se enterraron en el mantel. Su vista se mantuvo fija.
–¿Qué me está diciendo, tío Juve?
–Te pasó a ti, Chabela. Les pasa a todas las mujeres –dijo Juvenal. Volvió a beber de su vaso. Pasó lento el trago. La vista sobre la cabeza de Isabel.– La Icaria creció. Le iba a venir el día, pues.
La cabeza de Isabel se movió. Dos veces. Luego lo dijo.
– No, tío Juve, no. La Icaria…
Chabela –la interrumpió Juvenal,– lo malo estaría que la Icaria buscara una vida fácil. Que se viera tirado al lado malo, pues. Antes da gracias a Dios que no fue así.
Juvenal se buscó en el bolsillo de la camisa. Encontró el encendedor y los cigarros. Sacó uno, lo tomó por el filtro, le dio unos cuantos golpes sobre la mesa para bajar el tabaco. Lo encendió, se echó hacia atrás en la silla y comenzó a fumar.
Isabel se levantó, fue a tomar del estante una concha de ostión que hacía de cenicero. La puso sobre la mesa y volvió a sentarse. Los sollozos tenues de Rosa se mezclaban con el ladrido de los perros afuera.
–¿Y la chamaca? –dijo Isabel, señalando en dirección de la cortina con la cabeza.
–Yo estaba ahí en la hamaca, enfrente de mi posada, como siempre. Y luego ahí la vi, sentada en la playa. Se me hizo raro, pues. Yo sé que tus chamacas no son de andar en la playa solas. La miré un rato. Luego ahí vi que no se movía. Me fui acercando pa’ que me diera una razón de qué andaba haciendo ahí sola. Nomás le pregunté y ya estaba chillando. Le dije yo te encamino a tu casa, Rosita. Pero no quería. No quería volverse sin su hermana, pues. Le tuve que decir, Rosita, te tienes que volver a tu casa porque tu mamá la Chabela se va a preocupar, yo te encamino, pues. Ya luego la convencí.
Isabel pasó saliva. Arrancó la mirada de la mesa para posarla en las flores rojas de la cortina y devolverla unos segundos después a los cuadraditos del mantel.
–¿Fue la Rosi la que le contó?
–No era necesario, Chabela. Una cosa de esas, tú sabes. Algunas gentes en el pueblo…
Isabel se levantó. Dio cinco pasos largos y cruzó la cortina.
–¿La Icaria te dijo algo, Rosa?
Los sollozos de la niña se hicieron más intensos. La voz de Isabel casi suplicante.
–¿Tú ya sabías?
La voz de Rosa se escuchó débil, cansada.
–No, ‘amá.
Y luego se escuchó su llanto. Más fuerte, más infantil. La voz de Isabel como contagiada.
–¿Y yo qué le voy a decir a tu ‘apá ora que llegue?
Isabel apareció de nuevo detrás de la cortina. La mirada baja. Limpiándose las manos en el delantal a la altura del vientre. Caminó lento hasta la mesa. Y volvió a sentarse.
–¿Y yo qué le voy a decir a Nacho ora que llegue? –dijo por lo bajo– Imagine si usté… Si viera sido a usté…
–No, ora sí que eso yo no lo puedo imaginar, Chabela – la interrumpió Juvenal. – Ya sabes que yo no tengo descendencia, pues. No tuvo en gracia la Virgen de dármela.
Isabel miró sus dedos contraídos sobre el mantel. Puso su otra mano sobre esos dedos tensos y sintió el sudor frío de la palma.
–No era mi intención, tío Juve. Yo le decía nomás…
–No te fijes, Chabela. Yo sé que no era tu intención, pues. Yo no conocí ni padre ni madre, ¿cómo iba a conocer mujer? Eran otros tiempos. Yo fui educado por padre de iglesia. Fui monaguillo quince años. ¿Cómo iba a pedir la mano de una mujer si no tenía una familia, si no tenía un nombre?
Juvenal tomó la botella de mezcal y la levantó apenas. Isabel asintió dos veces con la cabeza. Juvenal se sirvió dos medidas.
–Se fue con el Heradio, ¿verdá? –dijo Isabel con la voz alijada.
Juvenal bebió un trago largo. Lo pasó haciendo ruido con la garganta.
–¿Usté sabe cuántos años tiene la Icaria?
Isabel vio la colilla del cigarro aplastarse en el cenicero que un día había sido una concha incrustada a una roca en el mar del Pacífico.
–Va para los dieciséis, tío Juve.
–¿Pa’ qué piensas en eso, Chabela? Fue su elección de tu hija.
–Pero ¿por qué así, tío Juve? Usté ya lo dijo. La Icaria tiene su familia, sus papás, para hacer las cosas bien, pedirle su mano…
Juvenal bebió otra vez. Mantuvo el vaso bien aferrado en la mano y la vista fija en el líquido dorado.
–Son otros tiempos, Chabela.
–Las cosas hay que hacerlas como Dios manda en todos los tiempos, tío Juve, en todos los tiempos.
–Ya no te mortifiques, pues. Piensa lo que te dije. Al menos no se fue por el camino fácil.
Isabel movió los labios como si fuera a sonreír. Pero no sonrió. Sus labios se estiraron y su garganta pasó saliva con dificultad.
–Usté lo conoce a ese, ¿verdá, tío Juve? –dijo mirándolo apenas a los ojos y devolviendo la vista al mantel en seguida.– Al menos deme una razón de él. ¿Qué sabe de ese tal Heradio?
Juvenal apuró su vaso hasta el fondo. Con la mano derecha, retiró el sombrero de su rodilla y con la izquierda se apoyó en la mesa para ponerse en pie. Miró a Isabel desde dos ojos negros y hundidos entre arrugas profundas.
–Ya vas a tener tiempo de conocerlo tú también, Chabela –dijo.– Yo ya te traje a la Rosita y te traje una razón. Ya no tengo nada qué hacer, pues.– Se puso el sombrero e inclinó la cabeza. –Con tu permiso, Chabela.
Juvenal caminó hacia la puerta de madera, con el ladrillo al pie para permanecer abierta. Isabel siguió sentada. Las manos sobre la mesa. La vista fija. Los labios apenas moviéndose.
–¿Y yo qué le voy a decir a Nacho ora que venga? Y a mi hijo Felipe…
Juvenal sacó el pañuelo del bolsillo trasero y se secó el sudor del cuello. Comenzó a bajar la loma del cerro con dificultad, el pie izquierdo con la molestia de siempre. Volteó al cielo y vio las nubes rojas. Calculó que llegaría a la playa con la primera estrella. Luego se levantó un poco el ala del sombrero y miró en dirección poniente, allá para el camino a Coyoltan. Y se quedó inmóvil. Pensando en algo. Luego reanudó la marcha.
THANIA ZEPOL
(CDMX, 1978)
A los 19 años descubrió, gracias a su profesor de Filosofía de la Historia, que escribir era una de las cosas que más le gustaban y mejor le salían. Y eso siguió haciendo.
Aprendió a escribir cuentos en el taller de Eduardo Antonio Parra y siguió aprendiendo en el de Guillermo Samperio. Escribiendo es como se ha ganado gran parte de la vida. Sobre todo, guiones para televisión. También en revistas, en un periódico; en Cancún, en Buenos Aires, en la CDMX desde que se llamaba D.F.
Desde hace seis años trabaja como correctora de estilo y da clases de inglés e italiano.
Ha publicado dos libros de relatos en edición de autor: En el mar te quiero mucho más (2015, con prólogo de Guillermo Samperio) y Café (presentado en la FILEY 2017). Ha ganado premios literarios con tres cuentos, en Argentina y en España. En México todavía no.
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