Algo calaba en su mano izquierda, sospechaba que la pequeña ave de metal se encajaba en su piel, dándole pinchazos que se sentían como aguijones filosos. La marea la sacudía, flotaba por unos instantes y volcaba su cuerpo por otros más. No recordaba cómo se sentían las brasas de calor en sus huesos, la calidez del fuego. En su lugar, se hizo amiga del caos, que enfriaba su piel como si fuera un cubo de hielo. Derritiéndose cuando algunas imágenes se proyectaban en su mente, borrando la línea entre la vigilia y lo que verdaderamente sucede.
El centro de sus pies temblaba, perdiendo el equilibrio entre las sacudidas. Algo traqueteaba, desprendía un leve quejido que bien podría formar parte de una armonía donde las punzadas de dolor se reflejaban en cada acorde. En lugar de dormitarla, aquel sonido levantaba los vellos de sus brazos. Tenía la certeza de que, si abría los ojos, la misma criatura que la atormentaba por las noches aparecería ahí, frente a ella, con una mueca de satisfacción. No tenía nombre, ni voz. La criatura levitaba, observaba con sus cinco cuencas de ojos aplastadas. Lo que una vez fue el labio superior y nariz, ahora era piel quemada. Sin nada de cabello, su cráneo tenía incrustado un telecomunicador, donde una antena atravesaba sus oídos. El señor de traje blanco le dijo a Mirasol que le podía ayudar con esa pesadilla cotidiana.
Cuando los rayos de luz jugueteaban en el asfalto, Mirasol tropezó con una maleta gris oscuro. Después de limpiarse las manchas de tierra de las palmas, miró detenidamente la cuadratura de la maleta, las pequeñas ruedas apuntaban hacia la derecha y luchaban contra la gravedad. En uno de los cierres colgaba una etiqueta con letras escritas a mano.
Sé lo que ves, puedo ayudarte.
Miró hacia todos lados, pero nadie parecía prestarle atención. Jaló la etiqueta y le dio la vuelta, el nombre de una calle conocida le susurró que acudiera. Si devolvía la maleta, era probable que el dueño le ayudara. Además, no había podido mantener nada en su estómago por días. Tal vez esa dirección fuera el resquicio de esperanza que necesitaba. Tocando su mano izquierda, sintió la seguridad de su pulsera roja, el peso del ave miniatura colgando del lazo. Dos pisos de madera con una chimenea le devolvieron el saludo a Mirasol. La casa estaba pintada con tonos pastel, desde azul cielo hasta marfil. Contaba con un ventanal donde una cortina rosada impedía a los ojos curiosos ver más allá. Subiendo un escalón marrón, Mirasol vacilaba para estirar la mano y tocar la puerta.
—Así que decidió la salvación —susurró una voz rasposa a su espalda.
—¿Perdone? —preguntó Mirasol, dándose la vuelta.
—La maleta, —un hombre en traje blanco a la medida señaló la maleta que Mirasol sostenía con fuerza. —Es mía.
—Oh, claro. Perdone, aquí tiene.
—Gracias. ¿Quisiera pasar? Adentro es más cómodo para tener una conversación.
Mirasol dudó por unos segundos, observó detenidamente la barba incipiente del señor, las comisuras de sus ojos arrugadas. Se dio cuenta que desprendía un leve olor a vainilla, lo contrario a ella, que, por suerte, el hedor a sudor no impregnaba la calle.
—Eh, eh, está bien.
El interior era sencillo y hogareño, en cualquier momento saldrían niños saltando y risas felices harían eco en las paredes. El señor frente a Mirasol resaltaba en el muro lleno de cuadros de mares y montañas.
—Antes que nada, me presento, soy J. Debe ser Marisol, ¿no?
—Mirasol, mi nombre es Mirasol.
—Perdone, su identificador es un poco pequeño para mi vista.
Mirasol había olvidado que su gafete seguía prendado en su suéter caramelo. Algo en aquel hombre la tranquilizaba, tal vez porque no tenía la mirada atormentada que ella veía siempre en su reflejo.
—¿Entonces… —tomó una bocanada de aire, —… me ayudará?
—Así es, puede quedarse tranquila. Hay más personas como usted, que tienen cierto tipo de alucinaciones…
—Es real lo que veo, no estoy mintiendo. —Mirasol se tensó.
—Me disculpo, lo expresé mal. —Hizo una pausa. —Existen más personas con visiones parecidas a las de usted. Tengo el tratamiento indicado, sólo necesitamos un par de firmas y listo, será libre de su calvario.
—¿Así de fácil?
—Correcto.
—¿Y qué tengo que dar a cambio?
—Absolutamente nada. Me encargo de ayudar a la gente. Es mi deber.
Parecía demasiado fácil, todavía no terminaba de tener sentido. Pero la oferta era tentadora. Sus opciones se habían agotado, no sabía qué más hacer para impedir que la siguiera aquella criatura.
—Está bien. Acepto.
Selló su destino.
J le preparó una habitación, las sábanas lilas hacían juego con las mariposas pintadas en el techo. La pastilla que la haría por fin soñar tranquilamente yacía en la mesita de noche. El vaso de cristal temblaba como su mano, derramando gotas en la alfombra. La cama comenzó a dar vueltas, tarareando una nana extraña. Mirasol sucumbió a la oscuridad, rogando que esta vez funcionara.
Cuando abrió los ojos, varias cabezas la observaban, en el fondo de lo que parecía un vagón, la misma criatura lamía su labio deforme.
Zaira Moreno.
05 de julio de 1997, Guadalajara, Jalisco. Comunicóloga y partidaria de los frabullosos días. Algunos de mis escritos aparecen en Áspera Fanzine, Especulativas, Periódico Poético, Revista Engarce y Revista Estrépito.
Comments