por María Fernanda González Lozada
Todos los días Yatzil salía al jardín y miraba el cielo —desde que era niña le gustaba contemplar los matices que coloreaban cada atardecer— le recordaba sus días de juventud en Chiapas, su tierra natal. Hace cuarenta y seis años había llegado a vivir a Guerrero, tenía doce años cuando su padre la entregó a un hombre de buena familia a cambio de una buena dote. De todos los atardeceres que había visto, jamás olvidaría aquel, ese en el que por primera vez pudo sentirse libre, hace un año había enviudado.
Al día siguiente se levantó de la cama y se dirigió al baño, miró su figura en el espejo –hace mucho no lo hacía, al menos no tan minuciosamente como aquella mañana– y se percató que los años no habían pasado en vano, el gris de su cabello no podía disimularlo más y no se diga su avejentado rostro, se preguntaba si aquellas arrugas y el paso de los años habían valido la pena, si realmente había vivido, pero una enorme tristeza la inundó cuando se dio cuenta de que no era así, nunca se sintió dueña de nada, ni siquiera de ella misma, el egoísta de su padre le robó sus sueños y se los entregó a un desconocido, todos estos años había vivido una vida que no era suya. Se preguntó si alguna vez alguien de verdad la había amado, pero realmente no conocía lo que era el amor.
Procedió a preparar la tina para tomar un baño, vertió un poco de aceites esenciales que encontró en un cajón de su tocador y unos cuantos pétalos de rosas, la única ocasión que había dispuesto la tina para ella fue después de su parto y Juanita, su vecina, se había ofrecido para ir a bañarla, la última vez que preparo un baño de tina fue para bañar a Armandito, su único hijo, cuando a los cinco años le dio varicela, pero ya habían pasado cuarenta años de eso. Mientras se calentaba el agua prendió una vela aromática que había comprado en el mercado –está hecha de ingredientes naturales y desprende un aroma esquicito a lavanda, dijo la mujer que se la vendió. Prendió la radio sonaba “son sin letra”.
Midió con su mano la temperatura del agua y se dispuso a introducirse en la tina, primero una pierna, luego la otra, hasta que finalmente todo su cuerpo se encontraba sumergido en el agua. Comenzó a observar su cuerpo, su piel ya no estaba firme y suave como a los quince, sus pechos tampoco eran los mismos antes de la lactancia, movía sus piernas en el agua, ya no tenía la flexibilidad de los once cuando salía a jugar con su hermana. Yatzil era tan temeraria que le gustaba trepar árboles, le gustaba imaginar que era un pájaro con alas grandes, fuertes y azules, con ansias de ser libre y emprender un vuelo alto para recorrer el mundo entero, pero a sus doce años su padre vendió su destino y escogió la jaula más bonita para mantener en cautiverio a tan bella ave.
Sus piernas seguían moviéndose en el agua, de pronto, a causa del movimiento, uno de los pétalos rozo su entrepierna, el cuerpo de Yatzil se estremeció con esa sensación, recordó la primera vez que percibió ese cosquilleo en su sexo, tenía once años, acababa de despertar, mientras se estiraba el movimiento de su cadera provocó el roce con su cobija. A partir de ese momento se quedó muy pensativa, así que le contó a su madre, pero ella le respondió que no pensara en esas cosas y que sería buena idea que mejor acompañara a su madrina a las clases de catecismo que impartía todas las tardes a los niños del pueblo, para que los malos pensamientos no rondaran por su mente.
–Yatzil, compórtate como una señorita decente.
Una mañana su madre y su hermana salieron al mercado, así que aprovechó su ausencia para explorar su cuerpo, pero ese día volvieron temprano y su mamá la descubrió, la regañó duramente y golpeo sus manos con una vara, desde ese día a Yatzil no le quedaron ganas de volver a cuestionar su sexualidad o tocar su cuerpo, entendió que había hecho algo “malo”. En su familia nunca le hablaron sobre sexo, consentimiento y placer, por eso tuvieron que pasar muchos años para que pudiera comprender que cuando concibió a su hijo había sufrido una violación, pero como el agresor era su marido pensó que era normal y como su mujer él podía hacer con ella lo que le placiera.
Su cuerpo seguía sumergido en el agua, comenzó a acariciar su piel, distinguió una cicatriz en su pierna izquierda que se hizo a los ocho años cuando tropezó mientras corría; reconoció un lunar en la parte interna de su muslo derecho, palpo sus pechos, acarició su vientre y poco a poco recorrió cada parte de su cuerpo con sus tersas manos. Cerró sus ojos, deslizó sus dedos hasta llegar a su vulva que acarició suavemente, otra vez sintió ese cosquilleo y por un momento cruzó por su cabeza lo que una vez le dijo su madre:
–Yatzil, compórtate como una señorita decente.
Abrió los ojos y quitó rápidamente su mano, entonces recordó que ya no era una señorita, su madre y su marido habían muerto, nadie la miraba, así que no tenía que seguir viviendo de apariencias, ahora era una mujer de cincuenta y ocho años dispuesta a entregarse a la libertad durante los años que le restaban. Sus parpados volvieron a cerrarse y continuó la tarea interrumpida, con su mano izquierda acariciaba su cuerpo y lentamente introdujo en su sexo los dedos de su mano derecha a la vez que frotaba su clítoris con la palma de su mano, de pronto un calor interno recorría todo su ser, su carne palpitaba y su cuerpo se retorcía ligeramente. Su respiración se aceleraba a la vez que se detenía y su cuerpo se estremecía –como si su alma se desprendiera de su cuerpo y viajara entre luces de colores– al tiempo que se contraía hasta que finalmente soltó un gemido que provenía de lo más profundo de sus entrañas, abrió los ojos su respiración seguía agitada y exhausta, entonces dijo:
– ¡Con que esto es el placer!
Aquello que acababa de sentir era algo desconocido y nuevo para ella, miro su cuerpo, sus pezones estaban erectos, un poco de sudor resbalaba por su frente, sintió, después de mucho tiempo, que estaba viva; las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas rosadas y no entendía por qué durante tanto tiempo le negaron la sensación más pura que su cuerpo le podía ofrecer, ese encuentro con ella misma le hizo comprender que el amor no proviene de un hombre y que, al igual que las luces de colores, habita en su interior.
María Fernanda nació una tarde de marzo en la Ciudad de México, mujer de nombre fuerte. Fue criada bajo el seno de mujeres valientes, quienes la motivaron a no espantar sus sueños con el “yo no puedo”. Actualmente estudia la licenciatura en Letras hispánicas en la Universidad Autónoma Metropolitana. Es amante de los gatos, se identifica con cualquier manifestación artística y con el feminismo. Es columnista en La Coyol Revista desde mayo de 2021, en donde ha publicado textos de crítica literaria como: «Yo nací libre: el desengaño del “amor romántico” en el Quijote», “¿Dónde están las mujeres en la historia del libro?” y “«Hombre pequeñito»: la poesía de Alfonsina Storni como emancipación femenina”. Su tiempo libre lo dedica a la pintura.
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