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"La última taza de café"

por Erika Castillo


Nadie me dijo que esto pasaría, pero aquí estoy sentada a la orilla de la mesa mirando como la taza de café ha ido perdiendo su aroma. Ya nadie puede verme, he desaparecido por completo.

Todo empezó ya tiempo atrás, con un leve cosquilleo en los dedos del pie, pero no le di mucha importancia, “tal vez estoy cansada” me decía a mi misma mientras corría a hacer los pagos de los servicios del gas y la luz, “mañana tomaré un tiempo para mí”, pero nunca se presentó la oportunidad, siempre había algo más importante por hacer.

Ahora, mientras observo la taza de café ya fría y me pregunto por qué me dejé desaparecer, por qué me permití olvidarme de mi misma mientras me ocupaba de las necesidades de los demás. La respuesta siempre era la misma en mi cabeza, “una madre se entrega totalmente a quien ama”, “estar para ellos es prioridad”. “La misión de una madre es estar siempre para su familia, las necesidades propias vienen después, no debemos ser egoístas pensando en querer realizarnos antes que nuestros hijos o nuestro marido”, fueron las palabras que me dijo mi suegra tratando de ayudarme cuando me veía luchar conmigo misma. Sus palabras bien intencionadas tal vez hubieran cambiado si tan sólo le hubiera enseñado como mi pie había desaparecido. Pero el hubiera no existe, ahora lo sé.

Cuando me casé yo tenía una carrera prometedora como vendedora de bienes raíces, me divertía bastante en mi trabajo y viajaba mucho. Conocer lugares era una de las actividades que más disfrutaba, era como conocer una faceta distinta de mi ser y eso era embriagante. Pero cuando me convertí en esposa las cosas cambiaron, tenía que dejar de lado esos viajes para poder estar con mi marido. Las citas para mostrar las casas en venta las programaba alrededor del horario de mi marido, porque yo quería estar en casa para cuando él volviera, quería recibirlo y escuchar como había estado su día.

Mi rendimiento en el trabajo empezó a bajar, pero era lo que tenía que hacer para cumplir con mi nuevo rol de esposa, “al fin y al cabo sacrificamos unas cosas por lo verdaderamente importante” era mi justificación cuando mi nombre ya no aparecía en la pantalla de la oficina como la vendedora del mes. Yo era feliz siendo ama de casa y esposa. No quería darle motivos a mi marido para que me reprochara por mi falta de cumplimiento con los deberes, por lo que siempre estaba corriendo de un lado para otro para lograr estar presente en mis obligaciones laborales y con mi marido, quien recelosamente me preguntaba donde había estado durante todo el día.

Era agotador vivir así, pero los tiempos modernos lo requieren. Si una mujer quiere tener una carrera profesional tiene que sortear todos los obstáculos de la carrera hogareña antes de llegar a la oficina; debe dejar la casa limpia y la ropa lavada, la cena en el horno lista para calentarse cuando se llegue a casa, mientras durante el día debe estar luchando por la credibilidad de su trabajo ante compañeros que desacreditan su capacidad sólo porque tiene que cumplir con los deberes de ama de casa.

Fueron tiempos muy pesados, levantarse a las cuatro de la mañana para hacer todas las actividades domésticas para así poder presentarse a la oficina en tiempo, pero que rindieron sus frutos. Me mantuve en mi empleo y pude desarrollarme, no como anteriormente pero aún podía demostrar de lo que era capaz; siempre había quienes ponían en duda mis talentos y daban a entender que no podía con las responsabilidades que mi puesto requería sólo porque había cambiado mis horarios para poder cumplir con mi rol de ama de casa.

Cuando llegaba a casa me quitaba la “faceta” de mujer de negocios y mientras me ponía la sudadera mi personalidad de esposa comenzaba a surgir; buscaba nuevas recetas para complacer a mi marido, movía los cuadros hasta encontrar el lugar más adecuado que hiciera nuestra casa un hogar acogedor. Sin que me diera cuenta el proceso de desaparición estaba comenzando. O tal vez si sabía lo que sucedía, pero viendo a tantas amigas y compañeras pasar por lo mismo, pensaba que así tenía que ser, lo que ignoraba es que también ellas estaban desapareciendo, pero todas lo ocultaban por miedo a perder lo que habían logrado, lo que habíamos logrado…

Una mañana todo cambió, después de varios días sintiendo molestias y nauseas por ninguna razón aparente, decidí a realizarme una prueba de embarazo. Era positiva.

Mi marido estaba radiante y mi felicidad era inmensa por el hecho de saber que iba a ser madre. “Tendrás que dejar de trabajar para cuidar al bebe” era el comentario que solía escuchar cada vez que alguien se enteraba de mi embarazo. “Es que no es posible ser madre y trabajar al mismo tiempo”, me comentaban mis cuñadas con buenas intenciones, aun sin saber la angustia que me provocaban; si mis pies ya habían desaparecido, ahora con esta nueva responsabilidad ¿qué más podría desaparecer?

Y es cierto; el entorno laboral no está pensado para las madres de familia. Siempre me piden que trabaje como si no fuera madre y que cumpla con las funciones de ser madre como si no trabajara. Irremediablemente se queda mal en ambas funciones.

Después de trabajar los primeros meses cuando nació mi hija, decidí renunciar. Los horarios que debía cumplir eran cada vez más demandantes.

La crianza de mi niña estaba a cargo de la guardería y su abuela. Ya me había perdido de sus primeras palabras, sólo pude verlas en un video que había tomado mi mamá, mientras yo cerraba la venta de una casa. Pensaba que gustosa habría devuelto toda la comisión que gané en ese momento si con ello podía estar presente en el momento que mi hija dijo por primera vez: “Mamá”.

Nunca imaginé que, al renunciar a mi trabajo renunciaría a una parte de mí. Pensaba inocentemente que al ser una mamá de tiempo completo tendría tiempo para estar con mis amigas en el café e ir de compras por las tardes con mi madre. Pero fue todo lo contrario. Mi bebe me absorbía todo el día entre llantos, cambios de pañales y juegos llenos de risas y comida por el piso. Tener que cumplir con las labores de limpieza de la casa era toda una odisea, varias veces lavé los platos con la beba cargando en un brazo mientras hacía malabares con el otro para no dejar caer los vasos.

Mi marido llegaba en las tardes y asumía que yo estaba relajada y feliz de estar en casa, no entendía todo lo que yo hacía en el día a día. Había días en los que sólo el champú en seco para el cabello era lo que lograba ponerme. No podía perder tiempo en arreglarme a mi misma demasiado, debía tener la comida lista para la hora en que él regresara. Allí fue donde mis piernas comenzaron a desaparecer. Pero siempre había una solución para ocultarlo, mallas oscuras, pantalones, cualquier cosa para no enfrentar la realidad, estaba desapareciendo…

Mi niña crecía y yo la disfrutaba enormemente, estar a su lado era uno de los privilegios más grandes que podía experimentar, pero echaba tanto de menos mi vida anterior; donde mis logros se medían en metas alcanzadas a fin de mes. Ahora mis logros se veían en el desarrollo de otra personita, los resultados de mi entrega se medían por el número de sonrisas que mi niña nos regalaba antes de acostarse a dormir.

Y esto, por más hermoso que fuera no podía llenar el vacío que sentía cuando me quedaba sola en casa, mientras mi marido se iba a trabajar y mi nena estaba en la escuela.

Pensé en volver de nuevo a mi vida laboral; mi niña había crecido ya y su tiempo se iba en deberes escolares y visitas con sus amiguitas. Así que redacté mi currículo, compré una falda que me dio confianza y aplique para varias solicitudes de empleo. Nadie me contrató. Tenía un lapso curricular de varios años ausente del mundo laboral y aunque me había mantenido al tanto de todo lo que sucedía los entrevistadores consideraban que no tenía el conocimiento relevante para desempeñarme en el cargo. A parte temían que no pudiera cumplir con los retos del empleo por mi responsabilidad de ser madre. “Si tu hija se enferma, ¿quién te cubrirá en la oficina?” era la pregunta con la que se disculpaban por no darme la oportunidad.

Mi marido me decía que no era necesario que trabajara, que en la casa podía desempeñarme perfectamente. Fue cuando comencé a sentir el cosquilleo en el cuello, pero nuevamente no fue relevante.

Me dediqué a ser madre y esposa. Me levantaba temprano y hacía el desayuno para ellos. Despedía a mi marido mientras subía la mochila de mi niña a la camioneta para llevarla a la escuela. Hacía los pagos de servicios, iba a comprar lo que me faltaba para la comida. Llegaba a casa y recordaba que todavía no había limpiado el baño mientras estaba echando la carga de ropa a la lavadora. De pronto ya faltaba una hora para tener que recoger a mi hija de la escuela y todavía no ponía a remojar los chiles para la salsa.

Corría toda la mañana para cumplir con las expectativas de ser una ama de casa entregada. Se me olvidaba llamar a mi madre para ver que le había dicho el médico, hasta que ella me lo recordaba en un mensaje por la tarde.

Pero así debía ser. Las exigencias eran muchas y no podía claudicar.

Cuando me percaté que mi torso había comenzado a desaparecer me asusté, nunca me imaginé que fuera a llegar a tanto, si es verdad, mis pies y piernas habían desaparecido, pero todas desaparecemos un poco en la vida, ¿o no? Fue por eso por lo que callé. No quería ir a parar al médico y que me señalaran como una mujer débil con un ataque de nervios que no podía cumplir con sus responsabilidades.

Con los deberes me quedaba poco tiempo para dedicarme a lo que me gustaba. La pintura era una de las actividades que me hacía soñar, pero nunca me animé a tomar un pincel y experimentar lo que podía hacer con él. Ahora sólo miraba las obras de otras mujeres que habían sido más valientes que yo y habían seguidos sus sueños. Ojalá y yo no hubiera dejado los míos atrás.

Cada día que pasaba mi cuerpo desaparecía por milímetros, como si me diera el tiempo para acostumbrarme a la idea de no estar aquí. Cada labor que realizaba en favor de los demás desaparecía un poco de mí. Y no porque yo fuera alguien a quien no le gusta entregarse a los que le rodean, sino porque en medio de toda esa fatiga y ese trabajar para que mi familia estuviera bien, me había olvidado de cuidarme a mí. Había olvidado ver por mí mientras veía por los demás.

Hoy preparé el café de la mañana, he notado que ya soy una leve imagen, me siento transparente.

Mi marido besa mi frente y me pregunta si me siento bien, “Te noto pálida, ¿necesitas ir al médico?” fue su pregunta mientras tomaba su maletín y se ponía su abrigo.

¿Podrías verme para mirar dentro mío? Le dije en un leve susurro…

Quisiera que pudieras verme, pero por lo que soy en realidad. No como la mujer que cuida tu casa y atiende a tu hija; sino como la persona que ha compartido años de su vida contigo y te acompaña en el logro de tus metas desde la lavadora, mientras echaba tus camisas del día anterior.

Mi hija ya adolescente me pide una lista de encargos para la tarea de la escuela y con un beso rápido en la frente sale corriendo a empezar su día, ¿se daría cuenta de que estaba por desaparecer?

Para mi familia soy quien es la responsable del manejo diario de la casa, quien se queda aquí todo el día sin hacer nada. Soy una leve brisa que habita la casa, mi esencia se quedó en las habitaciones ordenadas y los pisos limpios.

Estoy desapareciendo entre los deberes del hogar, mi vida se ha ido en crear un ambiente cómodo para ellos, pero nadie se percató que yo estaba dejando mis sueños en espera y esto me costó desvanecerme.

¿Hasta cuando notaran mi ausencia? ¿Cuándo se acabe la ropa limpia?

El error no fue de mi familia, fue mío, por dejarme al último y no pensar en lo que me hacía una persona completa.

Sí amé a mi familia y fue por ellos por lo que me entregué por completo, pero debí amarme también a mi, debí buscar momentos de tranquilidad y espacios para hacer lo que me gustara, debí tener tardes libres para leer un libro y no ocuparme de limpiar la gaveta de la cocina una vez más.

Desaparecí entre los deberes y las obligaciones, más me hubiera gustado recibir apoyo de mi familia cuando notaron que yo era solo un reflejo de lo que fui algún día tiempo atrás. Me hubiera gustado una intervención que me ayudara a parar, porque es difícil soltar el mando de las responsabilidades cuando sabes que para que todo siga funcionando tu tienes que continuar moviéndote, aún cuando ya no puedes hacerlo.

Ahora sólo mi perrita Luna ha notado mi desaparición, ladra asustada a la silla donde me encuentro sentada, mientras se echa a mi lado.

Aquí estaré hasta que me desvanezca por completo, esperando…







 

Erika Castillo (Chihuahua, 1982)

Estudió Ingeniería Industial en el Instituto Tecnológico Superior de Nuevo Casas Grandes. Escritora y poeta bilingüe. Ha laborado en empresas binacionales a cargo de áreas de Aseguramiento de calidad, Evaluación de proyectos y Finanzas, también incursionó en el área de Marketing y Diseño de productos.

Madre de familia y lectora ferviente desde su infancia. Ganó el concurso de cuento a nivel estatal organizado por la DGETI en 1997.

Ha publicado en varios medios digitales y

participado en mesas de diálogo organizadas por Anaquel Literario, comunidad literaria e intercultural. Actualmente colabora con la publicación quincenal Las Aventuras de una mamá lectora.

Participó en la antología de Alas de mariposa con el poema Transformación. Su relato

¡AHORA ME TOCA A MI! Estará en la Antología Recolectores de Silencios de la Universidad Autónoma del Estado de México.

Participó en el Primer encuentro Internacional de Poesía de Xochimilco en Septiembre

2021.

Coordinadora de la página El Arte Convertido en Escritos donde se promueve el arte y la

literatura y ganadora del segundo concurso internacional de relatos fantásticos del Diario

Tinta Nova con el cuento El Primer Colibrí.




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