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"La llamada"

por Ángeles Romero Doring


Me obsesiona el sonido de mi celular al recibir una llamada. Cada que suena me sobresalto, y me duele el pecho. Lo sostengo con ambas manos, observo cómo parpadea y tiembla entre los dedos dudosos por contestar. Siempre la misma idea ronda mi mente. Me sorprende la angustia repentina de pensar que esa llamada podría ser aquella donde una voz del otro lado del teléfono me dirá, tratando de medir sus palabras, que tú has muerto.

No puedo evitar imaginar ese momento mientras te espero. Me imagino contestando el teléfono, escucho una voz de un extraño que trata de ser amable, porque es la de un desconocido en algún hospital que tiene la tarea de contactar a los familiares. Y yo estoy ahí, en plena calle o haciendo las compras, o desayunando con las amigas. El celular se desprende de mis manos húmedas y trémulas, mis piernas flaquean y las lágrimas entablan la fuga a través de todo mi rostro; empapan las mejillas, el cuello, la blusa. Escucho lejana mi voz rota diciendo “No, no, no puede ser” me desvanezco en una neblina espesa que cuaja en mis ojos, casi desmayo, hasta que una mano guiada por la lástima me sostiene y yo lloro a gritos ahogados, sordos, aferrándome a ella.

“Tengo que verte, tengo que verte ahí muerto, dónde estés”, lo digo entre el miedo del deber de reconocerte y entre la inquietud de querer percibirte por última vez. Me llevan entonces a dónde estás. Un lugar frío lleno de espejos metálicos que hacen de cajones, que contienen al muerto de alguien más, pero tú, mi muerto, me esperas en el de la esquina. Ahí me llevan del brazo, otra persona abre aquello que te contiene y sales de súbito cubierto por una sábana blanca. Yo tiemblo, sé que eres tú por la pura silueta que se dibuja bajo la tela, esa nariz aguileña, esa frente pronunciada cubierta por ese manto que de pronto creo transparente. Alguien quita tu velo y por fin reparo en ti. Pareces dormido como tantas noches, pero estás pálido, sin color en los labios, incapaz de despertar por los gritos que se escapan de mi boca que te llama. La desesperación de tocarte es contenida por una mano que me detiene. Me desbordó en alaridos “¡Suélteme, suélteme!” le digo, pero no lo hace. Nadie quiere tenga el tacto de tu muerte, me la niegan.

Entonces todo es distinto, de pronto soy la que todos quieren ver, la que todos buscan para dar el pésame, para darme un abrazo y decirme: “no estás sola, lo sabes”, “pobrecita criatura”, “lo siento tanto”, “tan joven, que pena” y otras frases más que me parecen impostadas, porque a muchos de ese gentío no los conozco, son tus gentes, aquellas que tú has cultivado a lo largo de tu vida y que sólo saben de mi existencia por ti. Soy como una sombra que se encuentra sin cuerpo, que de pronto todos notan en la oscuridad.

Te entierro. Vamos a enterrarte porque no he querido hacerte cenizas, porque quiero tener un lugar dónde visitarte, donde dejarte flores y tener pretexto para salir un domingo. Te vas, dentro de un precioso cofre de ébano negro, te echo tu montoncito de tierra junto con unas flores y luego pasan todos con sus manos sucias a darte más tierra, para que ellos también sean partícipes de tu despedida. Veo cómo el sepulturero empieza a llenar el agujero donde has de pasar el resto de los siglos y ahí me quedo hasta que termina, dejando un montículo que yo corono con flores. Me quedo para llorarte hasta secarme y empapar la tierra que te esconde, creyendo que quizás una lagrima mía te alcance.

Me veo sola, por fin sola. Entro a nuestra casa vacía, ya sin el barullo de los otros que pronto se han de olvidar de mí. La casa me parece tan amplia y a la vez oscura. Respiro y corro las cortinas para dejar entrar la luz, abro las ventanas para permitir el paso a la brisa, de pronto todo se llena de luminiscencia. Escucho los pájaros del jardín cantando, al manzano agitando sus hojas, miro el resto de mi casa fresca, alegre y en un arrebato me da por cambiar de lugar los muebles. Pongo el sofá en otra esquina y el sillón en otra, justo ahí donde tú decías que no era apropiado porque los muebles no se ven bien esquinados. Se ven bien, me gusta. Cambio toda la casa, reconfiguro las recámaras poniendo todos los muebles en un lugar distinto, llenando espacios vacíos y dejando huecos otros. Puse la cama contra la ventana, siempre lo quise así, tú te oponías.

Me veo con nuevos vestidos, lindos zapatos, nuevo peinado. Todos los días me miro al espejo y me sonrío coqueta. Al final de unos meses termino vendiendo nuestra casa, me alcanza para todo porque, además de la venta, cuento con el dinero del seguro. Compro un departamento en lo más alto de un gran edificio de diez pisos, tiene una gran terraza con vista a la ciudad. Lo amueblo todo a mi gusto, nadie interfiere en mis deseos, lo lleno de plantas y flores de colores que simulan el arcoíris, que me gusta tanto.

No tardo mucho en tener pretendientes nuevos, se conmueven por mi triste historia. Ahora soy viuda, huérfana de un amor que se llevó la muerte intempestiva. Pronto vuelvo a sentir lo que es estar de nuevo enamorada, esa emoción de salir con alguien que apenas conoces, pero que te gusta tanto, y me siento feliz de estremecerme en cada beso suyo, en cada roce de sus manos cuando vamos al cine o al teatro. El fuego se apodera de mí, me invade el deseo que al igual que tú había muerto, pero resucita a la primera cita. Me entrego con tal pasión y lujuria que hasta yo misma me desconozco y a la vez me encanto. Me enamoro muchas veces, me desenamoro otras tantas y me siento tan viva, plena, dueña de mí y de mis caprichos. Soy libre.

Siento la vida fluir por mis venas, cada bocado que me llevo a la boca me sabe delicioso, salgo en las tardes de lluvia a empaparme y a brincar en los charcos como una niña, corriendo descalza por los parques; aspirando el preticor que refresca mis sentidos y por las noches, como un felino, subo a lo más alto del edificio a contemplar los atardeceres perseguidos por la noche. Soy tan joven sin ti, tan feliz sin ti, sólo existe la levedad…

El silencio me despierta de mi ensoñación. El celular está callado, quieto en la mesa del comedor. Lo he dejado ahí para mirarlo de reojo mientras espero a que llegues para recibirte con la casa limpia, la cena lista. Casi sin darme cuenta escucho el abrir y cerrar de la puerta anunciando tu llegada. Voy al encuentro de esa sonrisa tuya, me das un beso en la frente y me dices: “Linda, se me hizo tarde otra vez” y yo te disculpo como todas las noches. Cenamos juntos, tú halagas mi comida contándome tu día, preguntando cortés por el mío, “poca cosa” te contesto, “lo mismo de siempre”. Me dices que no diga eso, que lo tenemos todo, que debo ser la más feliz y te contesto que sí, cómo no serlo teniéndote a mi lado. Estás tan contento y yo te sonrío, te abrazo, te beso. Vemos la televisión juntos abrazados en el sofá, partes temprano a dormir porque mañana tendrás un pesado día; no sin antes preguntarme si quiero que me ayudes con los trastes, te digo que no, que vayas a descansar y me quedó a lavar los platos sucios en el fregadero. Yo me voy a acostar un poco más tarde, te encuentro dormido y me meto en la cama con sigilo, beso tu frente, te abrazo, acurruco mi cabeza en tu hombro… pensando, sólo imaginando con los ojos cerrados, en aquel día en el tú no llegarás, y cuando eso pase, cuando reciba ese llamado, mi culpa estará lista.


 

Ángeles Romero Doring, nació el 4 de julio de 1981. Es egresada de la carrera de Ciencias de la Comunicación en la Unitec. Cursó el diplomado de creación literaria en la Escuela Mexicana de Escritores en la especialidad de cuento. Es habida lectora de relatos de terror y ciencia ficción. Ha sido publicada en la Antología “Liminales” de Casa Futura Ediciones y por la Revista Penumbria en su antología no. 55 “Penumbria Distópica”. Actualmente se dedica a la Masoterapia y a escribir en sus ratos libres.

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