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"Karakuri"

por Barbarella D'Acevedo


I.

El cuarto olía a rosas pero estas no se veían por ningún sitio. En cuanto entramos Óscar se abalanzó sobre el diván con tapiz de terciopelo que de tan rojo parecía negro, y se acostó en aquel con pose coqueta. Recitó en voz baja alguna canción triste. Juana, con premura, comenzó a revisar los libreros, como si pretendiera encontrar alguna cosa y luego se dio a la tarea de husmear en cajones y gavetas. Yo, en un primer momento, apenas si me decidí a entrar. Durante un rato me detuve bajo el dintel de la puerta y solo cuando Juana encendió una lamparilla de queroseno de reminiscencia turca avancé unos pasos y comencé a interesarme en unos cuadernos que ella ahora separaba. Julián había escrito en ellos poemas, el atisbo de un cuento o una crónica y también lo que parecía ser un diario, pero todas las palabras en ese instante me resultaban enigmáticas, difíciles de dilucidar. Mi mente divagaba, en tanto mis ojos recorrían el lugar y sus rincones.

El olor a flores parecía atraer a alguna que otra mariposa negra. Caía la tarde y en la habitación reinaba un ambiente en penumbras. Desde la azotea del periódico donde se hallaba el cuarto de Julián podía verse allá abajo la Habana mustia en su obsolescencia decimonónica. La última vez que había estado allí, él aún vivía.

—¿Crees de veras que hacemos lo correcto? —pregunté sin esperar respuesta.

Solo entonces Óscar se irguió y su semblante se tornó serio. Pero no contestó. Juana, sin abandonar lo que hacía, fue quien me habló:

—¿Y que querías, Alberto? Si él no tenía a más nadie. Solo a nosotros, los amigos. Alguien debía ocuparse de sus asuntos ahora que ya no va a estar más.

—¿Piensas que uno al morir, deja de estar, como dijiste? ¿O crees que existe un Más Allá? —Insistió Óscar—. Ahora, en París, hay muchas teorías al respecto.

Yo había descubierto un abanico donde se veía un paisaje de otra tierra, un ave en el campo. Y a mi boca vino aquel poema:

—“vuelan de los bambúes finos flamencos,

poblando de graznidos el bosque mudo,

rompiendo de la atmósfera los níveos velos”.

Pero Juana tal vez para sacarnos del letargo sensible al que quizás Óscar y yo éramos propensos dijo casi con brusquedad:

—No vale la pena ponernos trascendentes y menos a esta hora del día, o de la noche. Al rato es preciso que nos marchemos a cenar.

Pero interrumpió su regaño al toparse con algo sorprendente y exclamó:

—¡Vaya, así que era cierto en definitiva!

Junto a ella se colocó Óscar con agilidad envidiable. Y yo por un instante quedé en un ángulo desde el cual no podía percibir la envergadura del hallazgo que acaban de hacer.

—Julián me lo contó en sus cartas que yo recibía allá en la Francia.

—¿Será hombre o mujer? —interrogó Juana y presentí que ella sentía celos.

Entonces alcancé a verlo. Se trataba de una especie de muñeco de madera con articulaciones. Tenía estatura humana. Llevaba un traje japonés y peinado elegante.

—Un karakuri. Eso es lo que es —respondió Óscar—, una especie de máquina, capaz de actuar como si estuviera viva, servir el té y hacer otras cosas. Obra de algún artesano del reino del sol naciente.

Continuó su argumentación en un tono pedante, mientras hacía un esfuerzo por colocar a aquel objeto en medio de la habitación.

—Ya oí hablar de algo así. Aunque nunca lo vi antes —añadió Juana, al tiempo que pretendió dedicar una caricia a aquel ser, cuyo género no alcanzaba a precisarse—. Fue el regalo de alguien a quien Julián dio unas lindas calabazas en forma de poema. Tuvo ella por un instante un acceso de tos, que pareció brotar de un pecho de cristal. Debió sentarse. Óscar y yo la miramos con cierto recelo y temor por su enfermedad, tan similar a aquella que padeció Julián. Su alma y cuerpo quedaron en exaltación como era de preverse:

—Fue el regalo de alguien a quién desdeñó. Y desdeñó a tantas personas… Pero solo una le respondió con un obsequio semejante. De eso estoy muy segura, aunque a mí él no me dijo nada. En los últimos tiempos ni siquiera me hablaba, a causa de aquella pequeña desavenencia entre los dos. Alberto, busca su diario, debe estar por ahí. Tal vez nos permita saber mucho más.



II.

Fue otra vez Noche buena, y estuve en la iglesia de la Merced para Misa de Gallo. Sentía frío. El olor a incienso me sofocaba y a la par resultaba agradable. De percibirlo por más tiempo habría sido quizás capaz de provocarme una suerte de feliz desmayo. Salí a la calle con el fin de observar los zapaticos que los niños colocan en las ventanas para que sus madres llenen de golosinas.

Ser artista a veces resulta un poco triste. Se siente uno muy solo.

Me incomodó al final la algarabía callejera y quise llegar a casa para hojear mis libros favoritos.

La inspiración aguarda que el mundo se aleje para poder entrar...

La luna resultaba a aquella hora una princesa oriental con el cuerpo oculto entre los pliegues de un paño de azul terciopelo azul, recamado de diamantes.

Llegué a mi cuarto y en medio de este encontré aquel regalo de alguien a quien no pude querer. Estaba envuelto en papeles de China y parecía algo vivo.



III.

Óscar preparó el café y lo sirvió en una tacita graciosa de tres patas que luego colocó sobre un plato que puso entre las manos del karakuri. Por unos segundos no sucedió nada. Ya casi iba él a retirar la porcelana aquella para probar otra cosa, pero en tal instante ese ser pareció comenzar a vivir como uno más entre nosotros tres, e inició una caminata con diminutos pasos.

Juana languidecía recostada en el diván, dónde la habíamos obligado a descansar. Y el extraño homúnculo se le acercó, hasta que a ella, no sin cierto resquemor, no le quedó más remedio que tomar la bebida que se le ofrecía.

A mí me recorrió un escalofrío. Y me pregunté por qué la escogía a ella.

Óscar pareció adivinarme el pensamiento al expresar:

—La sabe enferma y por eso le dirige atenciones. Era lo mismo con él, según me contó hace un tiempo.

Aquella máquina que no había sido concebida por Dios o la naturaleza resultaba en exceso humana en su gestualidad.

—Así fue también con Julián —insistió Óscar para continuar con un relato que él conocía y yo apenas si deseaba escuchar.



IV.

Julián observó por días aquel objeto tan bello que parecía estar vivo aun en su quietud, sin llegar a entenderlo. En un primer momento lo colocó en un lugar preferencial de su pequeño cuarto, desde el cual podía verlo y admirarlo, ya fuera que escribiera, preparara cierto alimento, o se recostara a descansar.

En las primeras jornadas no logró prever las habilidades de la figura de madera. Era un juguete sin manual de instrucciones pero aun así digno de elogio por su belleza.

“Debió ser concebido por un artesano de esos que viven para crear algo hermoso y esconder después los misterios de su arte” pensó, desde luego.

Solo por accidente se activó el mecanismo de aquel y así de casualidad Julián logró entender que podía moverse. Entonces se dio a la tarea de realizar varios experimentos para descubrir las habilidades con que se simulaban, en tal obra, los misterios de la vida.

Al principio el karakuri era capaz de servir el té, y las comidas, caminar y realizar discretos movimientos. Parecía una suerte de monje en su traje elegante y discreto. Y exhibía una expresión amable.

Pero a los días comenzó a transmutarse. Su ropaje inició a transfigurarse en la insólita cualidad del doblarse la tela, para dejar a la luz brocados y diseños en oro. Era como si fuera uno y contuviera a la vez otros en su interior. Incluso los cabellos podían feminizar el rostro al recomponerse en peinados de sofisticación. Y la metamorfosis llegó a su máxima expresión en la ejecución de un elegante baile de abanicos.

“Ahora sí la venganza por mi despecho va a acabar de concretarse. Y terminaré por parecerme a un Pigmalión que suspira por la extraña Galatea que no sabe ni siquiera si ha de ser hombre o mujer”, escribió Julián en las páginas de su diario.



V.

—Según la cosmogonía asiática, hasta podría tener alma, él o cualquier otro ente inanimado —aventuró Óscar al tiempo que apuraba un sorbo de café—. Aunque este no es eso a cabalidad. Se anima, no sabemos a causa de que mecanismos, resortes o rodillos. Tales figuras se asocian a rituales primigenios. Han sido motivo de adoración y reverencia, de manera similar a nuestras imágenes religiosas. Pero asimismo pueden llegar a resultar contenedores de peculiares maldiciones, al estilo de muñecas vudú, esos asuntos de negros que imagino se conozcan en esta tierra.

A mí me resultaba tremendo tener aquella conversación frente al karakuri, que se mantenía erguido junto a nosotros, ahí, en el cuarto de Julián, con una expresión ambigua en su rostro al punto de que uno dudaba de si entendía cuanto Óscar relataba.

—Entre nosotros es distinto. He visto autómatas en Francia, y aunque gustan mucho por allá, siempre se les respeta. No nos puede agradar algo que simula vivir sin estarlo en realidad. Aunque nos provoque curiosidad —añadió Óscar.

—Pero ¿es posible creer todo esto, sin dudar de su cordura?—interrogué.

—Algunos dicen que Julián actuaba de un modo raro en los últimos tiempos. Hablaba de temas que ya nadie entendía, incluso de viajes en el espacio-tiempo. Pero nunca creí que se hubiese vuelto loco. Su enfermedad era en cualquier caso solo del cuerpo, no del espíritu —dijo Juana con voz entrecortada.



VI.

Querido mío:

No te extrañe si dentro de poco recibes la noticia de mi muerte. No llores por mí tampoco. Al fin conseguí conocer el mundo entero. Ese que otras veces intentara alcanzar y parecía escurrirse entre mis dedos.

En ocasiones creo que puedo incluso viajar por distintas épocas, que conocí la máquina del tiempo. Aunque no es eso tampoco. Tengo la sensación de que logro ser ubicuo, estar en varios lugares a la vez. Eso sí. Y ni siquiera estoy dormido cuando eso me pasa.

Ante mis ojos se abre un valle donde una garza triste y blanca como la luna ejecuta una danza primigenia.

El karakuri. Esa es la causa de esta extraña situación, en que no sé si vivo o muero. En mí que rechacé tantos amores resulta paradójica la devoción por ese ser que no es de carne o huesos.

Pero no interesa…

Veo París, el París de mis anhelos desde lo alto, como si estuviera de pie sobre una de las torres de Notre Dame. Y allá abajo un poco lejos el cementerio, donde otros muchos descansan ya.

Cruzo así de un sitio a otro, de una forma que no entiendo y no quiero saber de explicaciones, porque esos instantes de asomarme al mundo son lo único que ahora tengo, o que he tenido, lo único capaz de valer la pena.

Aunque a menudo vuelvo un poco cansado, como si algo de mí se perdiera en el retorno: En cada intento de regreso abandono un poco de cuanto he sido.



VII.

Julián dejó inconclusa aquella carta y esperó a que se secara en ella la tinta para esconderla entre las páginas de su diario. Ni siquiera se sorprendió entonces de la proximidad del karakuri. Se le antojaba cada vez más una mujer muy bella aunque por momentos presentía en ella una expresión maligna. El extraño ser humedeció la pluma con la tinta y luego trazó un caligrama que Julián creyó conocer pero cuya significación no alcanzaba a recordar:

Y dijo luego con una voz delgada como un trino:

Ikiru.

Sin embargo a él apenas le sorprendió que hablara. Era esta a fin de cuentas una máquina muy singular y la fase de los asombros había transcurrido hacía algún tiempo. Se vistió para ir a cenar con unos amigos.

Al cerrar tras de sí la puerta de su cuarto tuvo la sensación de hallarse tendido en un campo de amables amapolas, pero aquello fue solo la visión de un momento.



VIII.

Juana se recuperó al fin lo suficiente como para que pudiéramos irnos. Tomó, con el fin de llevárselos, el diario y varios cuadernos con poemas. Y apartó unos libros, los colocó sobre el diván para luego, más adelante, enviar a alguien por ellos. Óscar se guardó el abanico de la garza en un bolsillo de su saco.

—¿Y el karakuri? —Pregunté— ¿qué haremos con él?

—Déjalo —dijo Juana —me provoca malestar.

—A mí tampoco me gusta —replicó Óscar.

—Olvídalo —reiteró Juana.

—Ustedes creen que Julián estaba lúcido. O que el karakuri tuvo que ver en su destino. Yo ni siquiera estoy muy seguro de una u otra cosa— dije, pero no quise insistir.

Dejamos la habitación en orden para marcharnos. En la calle comenzaba a soplar una gélida brisa procedente del mar.

—No pienses tanto Alberto —se despidió Juana—. Siento que a veces pensar mucho nos puede hacer mal.

Nos dijimos adiós unos a otros y al fin nos separamos. Caminé por las calles desiertas a esa hora. En las casas se percibía calidez y algunos ventanales dejaban ver grupos enteros de familias reunidas.

Al final decidí retornar sobre mis pasos y sin apenas darme cuenta me encontré de vuelta en el cuarto de Julián. Por un instante me costó orientarme pues Juana había apagado la luz antes de irnos. Pero hallé pronto la lamparilla turca y ahí estuvo otra vez frente a mí el karakuri.

Apenas si pronuncié la palabra japonesa última que aquel dijo a Julián:

Ikiru. Vivir.

Él no lo supo, pero se trató desde el inicio de una sentencia. El regalo de alguien a quien rechazó con indolencia cruel, no podía resultarle una cosa benévola, una enfermera para sus malestares, o la máquina feliz de conocer el mundo. Y seguro lo entendió, ya en la cena final. Después de tantos viajes había de sentirse débil en su día postrero, porque el karakuri incidía en aquello y más si se trataba de alguien disminuido por el efecto de una enfermedad. De ahí debió nacer esa última risa que guardó en sus labios al morir, de su comprensión ante la finitud del ser. Tal fue, en definitiva, mi sentencia.

—Ya podemos decirnos adiós Julián. Ikiru. Vida y muerte. Adiós, o Buenos Días otra vez —pronuncié, en voz alta.

Entonces vi que el karakuri tenía los ojos fijos en mí y pensé, en lo melancólicas que resultan siempre, todas las cosas muy bellas.



 

Barbarella D´Acevedo

Escritora. Profesora y redactora jefa de la Revista Cúpulas en el ISA, Cuba. Teatróloga y graduada del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso. Obtuvo los Premios La Gaveta (2020), y Bustos Domecq (2020), la Beca de creación Caballo de Coral (2018), entre otros. Publicó Alta definición, una antología de cuentos cubanos inspirados en los medios de comunicación audiovisual con Editorial Primigenios (2020) disponible en Amazon. Textos suyos han sido publicados en Cuba, México, Colombia, Guatemala, Bolivia, Argentina, Estados Unidos, Canadá, y España.

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