por Aurora Valderrábano
Cuando abriste los ojos por primera vez, grité tan fuerte que mi voz quedó encerrada en ti. Observar era mi único recurso para relacionarme contigo, así que todo el día miraba con detenimiento tu cuerpo: esa masa rosácea y gelatinosa que cabía en una caja de zapatos. Con mi vista recorría las líneas moradas transparentándose en tu piel, gruesas y carnosas rodeadas por moretones.
Los días eran monótonos. Yo me balanceaba en mi mecedora mientras te observaba; hasta que llorabas y tu piel comenzaba a sangrar. La primera vez que quise ayudarte, me arrepentí terriblemente. Uno de mis dedos tocó tus heridas, gritaste y en cuanto escuché mi voz en un ser ajeno le di un golpe a tu cuerpo sangrante. Comenzaste a llorar más y no podía aguantar el espectáculo de los coágulos rodando por tu piel, así que te dejé en el cuarto, fui a la cocina y me percaté de que el dolor de tus alaridos se mezclaba con una sensación punzante en mi mano. Cuando la vi, se encontraba enrojecida, me unté la pomada de sábila que guardaba en un recipiente de barro y la cubrí con una venda. Me senté en la mecedora: vi tu cuerpo cubierto de costras, tu ojos mirándome fijamente y mi piel que no podría tocarte jamás.
Mis manos enguantadas, tu piel tambaleándose en el agua, los restos de mugre flotando, tú sobre las mangas de mi blusa, tu rostro en el espejo, mi voz en tu estruendo, cubrirte con árnica, evitar tu mirada y cerrar los ojos. Cerrarlos hasta que tú lo permitieras. Hasta que sintiera un espeso sudor sobre mi frente porque tu mirada estaba fija en mi rostro. Hasta que debiera levantarme, tomar un viejo pañuelo del cajón y ponerlo sobre ti. Entonces te escucharía gemir y golpear el cojín en el que te acostabas. Cerrar de nuevo los ojos, escuchar la voz, intentar olvidarla. Tu respiración, cerrar los ojos, cerrar los ojos, cerrar los ojos, soltar mi cuerpo y nuevamente la luz reflejada en la cortina, el espeso sudor sobre mi frente y tú, desprendiéndote del pañuelo que te cubría.
Las mañanas se resumían en limpiar el piso de madera, ya podías desplazarte por lo que debía pasarle un trapo para que no te ensuciaras, luego era necesario tallarlo porque tú habías pasado sobre él. Cuando ya no tenía mancha alguna, podía cocinar. Picar las zanahorias, mezclarlas con salvia, echar todo en la cacerola de peltre, moverle dos o tres veces y girar la cabeza para verificar donde estabas. Más de una vez pude verte atrás de mí, recargabas tu cuerpo en la pared de ladrillo y movías tus extremidades siguiendo el ritmo de mis manos que giraban la cuchara en la cacerola. Las venas en tu piel rosácea se hinchaban en cada desplazamiento y tus ojos permanecían cerrados porque tu piel lampiña no podía protegerlos de la luz que entraba por las ventanas.
Creciste apropiándote de mis movimientos, veía como agitabas la mano en el aire de la misma forma en la que yo lo hacía, pero nunca supe si tu razón era la misma que la mía. Esa voz que poseíste a la fuerza ni siquiera servía para comunicarme lo que sentías, sólo la utilizabas para cantar melodías tan espantosas que me daba vergüenza escucharlas a través de un fragmento mío. Por eso agitaba la mano. Deseaba que, de esta forma, se dispersaran como lo hacían las moscas cuando me sentían cerca y, al mismo tiempo tú también, quería que desaparecieras, que te fueras, que buscaras otro espacio.
Una noche, entre sueños, fui incapaz de cambiar de postura. Mi cuerpo era pesado y sentía ardor en mi piel. Abrí los ojos, tu cabeza estaba recargada en mi pecho y una de tus extremidades golpeaba constantemente mi brazo. Mi respiración se intensificó cuando noté que estabas marcando el ritmo de mi corazón. Mi boca emitió un sonido gutural. Sólo logré provocarme dolor. El grito que buscaba fue liberado por tu garganta. Intenté empujarte pero tú te aferrabas a mis brazos. Escuché mi risa, a través de ti, la que me acompañó en los regaños de adolescencia, la que provocaba ira y golpes. Me sacudí hasta aventarte. Inmediatamente tu llanto invadió la habitación. Te dejé en el suelo, tapé mi cara y, lentamente, tu ruido se desvaneció.
Hoy, por sexta vez, mi frente amaneció fresca. Sólo escucho el sonido del viento y el rechinido de la mecedora. Las manchas que dejaste en el piso antes de irte siguen ahí. No dejo de mirarlas. Tal vez, por medio de ellas pueda ver donde te encuentras ahora. Te imagino afuera, comes lo que está a tu alcance, observas fijamente a la gente esperando que se estremezcan. Puedo percibir tu desconcierto cuando notas que eres indiferente para ellos. Estás inmóvil, no sabes cómo expresarlo porque nunca me viste sentirlo. Seguramente gritarás o llorarás, es lo único que sabes hacer sin imitar a nadie. Entonces verán que estás haciéndote daño, sus ojos te mirarán alarmados porque tu piel está sangrando. Si tienes suerte te encontrarás a alguna persona que todavía se escucha a sí misma, se acercará a ti y te preguntará qué te pasa.
Hablarás o, al menos, intentarás hacerlo. Emitirás sonidos y los otros te escucharán. Comenzarás a existir para ellos por medio de mi voz. Pero ni siquiera eso te hará pensar en mí. No verás la imagen de la mujer que aferra sus manos a una mecedora. Ignorarás el líquido amarillento que lleva días secretando por mi brazo. Tu cuerpo estará abstraído por toda la luz y el viento que intentarán penetrarlo. Serás incapaz de sentir las lágrimas que corren por mi cuello. Comenzarás a agitar tus extremidades y a mover la nariz como la vieja que te verá fijamente. Alguien te lanzará una piedra para averiguar que le sucede a tu piel. Las uñas se clavan en mis corvas, mientras hundo la rodilla en la garganta y juego con la presión. Por el momento, es lo que he encontrado más similar a un grito.
He perdido la cuenta de las noches que me han visitado. Puedo ver cómo te recargas en la pared de una cocina. No entiendo quien se atrevería a llevarte a su casa. Una señora, seguramente. No pudo tener hijos y ahora se apiada de todo lo que ve. Pronto la pared estará manchada pero a ella no le importa, le encanta limpiar. Ella sabe que la compañía tiene un precio. Soportar para no quedarse solo. Yo tallo al mismo tiempo que ella. Paso gruesas fibras por mi cuerpo hasta que la piel me punza, mi columna se alarga, mi pecho se hunde, reconozco el sudor.
Tu cuerpo está recostado, abrazo mis piernas y tú repites lo mismo mecánicamente. Comienzas a gesticular, en secuencia, todos los movimientos faciales que he realizado durante el día. Yo sólo miro el cielo. Te escucho. Mi voz comienza a desfigurarse. La luna se desvanece en mi mirada. Una voz chillona me penetra. Quisiera voltear a verte. Dirigirte una mirada de súplica para evitar la risa burlona que se avecina. Pero no puedo. No aguantaría ver la representación de mi madre en tu deformidad.
Has encontrado mi juego de infancia. Durante horas mi voz creaba un desfile de madres y abuelas. Las originales eran reproducidas una y otra vez hasta que se convertían en diferentes partes de lo que yo podía llegar a ser. Te propongo un intercambio, un latido por mi voz. Bastará darte uno para que tú lo repliques infinitamente y vibre por todo tu cuerpo. En este instante mi voz en ti ya no es lo que era antes. Está un poco marchita, desgarrada; será colapsada por otras voces. En mi garganta podrá expandirse. Se fusionará tan sólo con su propio eco.
Tomo lo que está en la mecedora y me lo pongo encima. El viento nos guía hacia un destino que nos es desconocido. Comienzas a resonar. Tu canto es terroso, desacoplado entre sí. Es volcado por el sonido lejano de un río. Buscas el equilibrio en uno de los árboles, estuve a punto de caerme. Te comparo con el tronco rugoso y árido eres más similar a los insectos que lo habitan. El agua nos conduce hasta su cauce que se estrella contra las piedras.
Por primera vez te tomo en mis brazos. Una sensación caliente se extiende por mi cuerpo como las hormigas que cubren una fruta en descomposición. Un destello en tus ojos. Tu cabeza en mi pecho. La risa del agua. Penetrar nuestro reflejo. Nuestra mirada se oscurece, te aferras a mí. La piel me punza hasta que la siento ajena, desprendida. Mi ritmo se convierte en parte de ti. Nos hundimos en un movimiento volátil. Aspiramos con fuerza. Un grito traslucido se estrella en el agua. El suave líquido que penetra mi garganta me lleva al encuentro con mi voz.
Mi nombre es Aurora Valderrábano Estrada. Soy tesista de la licenciatura en Lingüística y Literatura Hispánica en la Benemérita Univeridad Autónoma de Puebla.
Me gustan las historias y experimentar con ellas por medio del movimiento, la escritura, los títeres y algunos garabatos. Esto me ha llevado a ser parte de Medium Performática desde el 2017 y a impartir un taller de lectura en el Centro de Integración Psicológica y Aprendizaje desde 2019.
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